“Sólo era consciente
del alivio de estar allí, de mi dolor y de que tenía el corazón
rebosante”
Premio Pulitzer a novela
de ficción en el año 2014 y nominada al premio del Círculo
Nacional de Críticos y a la medalla Andrew Carnegie, El Jilguero es
la tercera novela de la escritora estadounidense Donna Tartt quien, a
través de personajes contemporáneos, nos acerca el retrato de una
existencia movida por la desgracia y la autocompasión que recuerdan
al tormento propio del hombre romántico.
Theo Decker lleva una
semana encerrado en la habitación de un hotel en Amsterdam sumido en
una mezcla del sopor que le provoca la fiebre y el miedo a ser
descubierto. Este estado mental de agitación le hace pensar en el
origen de su vida tal y como es ahora, con un poso de tristeza y
abandono que inspira lástima.
Tiene trece años y acaba
de ser expulsado del colegio. Se dirige con su madre hacia una
reunión con el director pero un taxi nauseabundo, una lluvia
incesante y más tiempo del esperado hacen que Theo y su madre se
resguarden dentro del Museo Metropolitano de Nueva York sin ser
conscientes de lo que pasará a continuación: un hecho que dejará a
Theo sin su sustento en la vida. A pesar de la desgracia, se abre
ante él un mundo nuevo rodeado de muebles antiguos, un cuadro
famoso, Welty y Pippa, dos personajes que indirectamente le guiarán
durante todo el recorrido de su vida suponiendo a veces una carga
pero otras muchas mostrándole las salidas que tanto ansía.
Tanto
el título como la obra en sí giran en torno a un cuadro pintado en
1654 por Carel Fabritius, un pintor holandés discípulo de Rembrandt
y maestro de Vermeer, bastante exitoso en vida pero que
desgraciadamente murió de manera prematura, lo que le impidió dejar
grandes obras para la posteridad.
Este
cuadro aparece como un hilo conductor en la vida de Theo, de una
manera u otra tiene aspectos comunes con la gente con la que el
protagonista se relaciona, al mismo tiempo que aparece como el origen
de sus grandes angustias, ya que el miedo a que alguien se haga con
él lo obsesiona y paraliza.
El
libro está dividido en cinco partes, cada una de ellas referente a
grandes cambios en la vida del protagonista. Pero aunque esto es así
formalmente, existen dos partes bien identificadas y que más o menos
suponen las dos mitades del libro: la historia del Theo adolescente y
la del Theo adulto, donde somos testigos de cómo se van gestando
vicios y costumbres que le llevan a vivir como vive y a hacer lo que
hace.
Ya desde la primera
página se aprecia un gusto desmedido por el empleo de adjetivos con
el objetivo de describirlo absolutamente todo, hasta el más mínimo
detalle (el color de la etiqueta de aquella botella de agua bajo los
escombros). Es curioso además el empleo de adjetivos sensitivos que
le dan a las cosas aspectos y sensaciones impropios; por ejemplo, se
habla de la textura del cielo o del sabor del aire. Esto
hace que aunque la narración sea bastante fluida, el ritmo sea
realmente lento, algo mucho más evidente en la primera mitad de la
novela.
De
hecho, en esta primera mitad da la sensación de que no pasa nada, se
relatan los cambios en la vida del protagonista desde el repentino
suceso en el museo, pero nada de gran interés como para dedicarle
tantas páginas a cada uno. Sin embargo, una vez superado ese punto
medio imaginario, los hechos verdaderamente importantes empiezan a
sucederse, el ritmo se hace mucho más fluido y todas las piezas
parecen encajar, ya que en esas primeras páginas se gestan los
aspectos que desvelan la trama, creando además una serie de
interrogantes: ¿qué hace en Amsterdam en ese estado?, ¿qué tiene
que ver el cuadro de El Jilguero en toda la historia?
A
pesar de este ritmo en ocasiones demasiado lento e incluso pesado, lo
que más me gusta es la narración en sí. En un mismo párrafo se
suceden frases que relatan lo que está pasando al mismo tiempo que
se mezclan recuerdos de conversaciones o anécdotas, algo que le da
un punto de fluidez y personalidad, ya que el lector puede hacerse
una imagen bastante vívida de lo que realmente está pasando por la
cabeza del protagonista. Esto es especialmente evidente en momentos
dramáticos o de tensión: el suceso en el museo o los arranques de
ira y euforia de su padre. En este aspecto me recuerda formalmente,
salvando las distancias, a la narrativa de Saramago, donde todo se
desarrolla en un único párrafo y donde en ocasiones resulta
complicado saber quién habla en cada momento.
Sobre
todo en la segunda mitad de la novela hay continuas referencias al
cuadro como “experiencia de vida”, como si la autora quisiera
transmitirnos la vida y circunstancias del pintor Fabritius a través
de un actor, Theo, contextualizado en el mundo actual. El paso de los
años hace que lo materialmente tangible cambie y evolucione, pero
los sentimientos y sensaciones permanecen inalterables. En este
sentido nada separa al hombre del siglo XXI del humanista del
Renacimiento o del hombre atormentado del Romanticismo.
Pero
quizá lo más complejo que encontramos en la narración sea el
tratamiento del protagonista cuya psicología está totalmente
entroncada con esta visión romántica, la del ser autodestructivo,
autocompasivo y melancólico. Una narración plagada de reflexiones
personales que poco a poco van dando sentido a un Theo traumatizado
por el dolor y la soledad que roza durante toda su vida la
delincuencia y la drogadicción pero que eventualmente encuentra
consuelo en los brazos paternales de Hobie o en la amistad sin
condiciones de Boris.
En
este sentido la novela tiene una profundidad mucho mayor de la que se
muestra en un principio, ya que en definitiva nos encontramos ante un
retrato del ser humano como mente voluble y moldeable.
Lo estoy leyendo. Es muy denso pero engancha.
ResponderEliminarSí, sobre todo hasta la mitad es muy denso, después ya se aligera bastante y empieza a enganchar mucho más.
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